06 de junio- Un día en el desierto: aventura, cultura y estrellas desde Abu Dabi
Un día en el desierto desde Abu Dabi: camellos, dunas, cultura y estrellas. Aventura y tradición en una experiencia que deja huella.
06/06/2025
Continuando con mi viaje a Abu Dabi y Dubái, una de las experiencias que mejor guardo en la memoria fue la excursión al desierto. ¿Cómo no hacer algo tan característico en estas tierras? A pesar de los rascacielos, las grandes avenidas y las construcciones futuristas, no hay que olvidar que estas ciudades crecieron en medio del desierto… y lo tienen muy cerca.
Nosotros optamos por una excursión organizada, y no pudo salir mejor.
Rumbo a las dunas
Nos recogieron en la puerta del alojamiento sobre las tres de la tarde, para aprovechar las horas en las que el sol comienza a suavizar su intensidad y poder ver la puesta de sol en pleno desierto, algo que ya nos habían dicho que era inolvidable.
Un amable guía indio apareció al volante de un 4x4 con capacidad para seis personas, aunque por un fallo de última hora solo íbamos cuatro, lo cual fue casi un lujo. Apenas dejamos atrás la ciudad, el paisaje empezó a transformarse. Los edificios se fueron diluyendo en el retrovisor, y el horizonte cambió por completo: ante nosotros se abría un mar de arena dorada, cálida, ondulada.
Comenzaba una jornada que prometía aventura, tradición… y un cierre bajo las estrellas.
El vehículo estaba perfectamente climatizado, lo cual se agradecía con ese calor. Después de una hora de trayecto, el asfalto desapareció bajo las ruedas. El conductor, con gesto tranquilo, bajó la presión de los neumáticos: una especie de ritual que marcaba el inicio del verdadero viaje.
Primera parada: una granja de camellos y un puñado de paja
La primera parada fue en una pequeña granja de camellos, a las afueras de un oasis. El aire olía a tierra seca. Al bajarnos del coche, el guía nos entregó a cada uno un puñado de paja para alimentar a los camellos. La escena era casi surrealista: un grupo de camellos nos observaba con esa mezcla de indiferencia y curiosidad tan suya.
Nunca había estado tan cerca de ellos, y al principio me impusieron cierto respeto: enormes, lentos, con una expresión tan calmada que parecía que nada podía alterarles. Pero en cuanto uno se lanzó hacia mi mano y devoró la paja con una rapidez inesperada, todo se volvió más divertido, incluso tierno.
El guía iba de un lado a otro con su cámara, ofreciéndose a inmortalizar el momento: fotos posadas, espontáneas, en pareja, en grupo, y cómo no, con los camellos estirando el cuello hacia nosotros con esa boca descomunal. Pedí una foto justo cuando el camello se lanzó hacia la paja que sostenía. No sé si salí con cara de emoción o de susto, pero el recuerdo quedó.
Estar tan cerca de ellos fue más especial de lo que imaginaba. Sentir su aliento cálido, ver sus larguísimas pestañas, notar su andar tranquilo… fue una forma curiosamente serena de comenzar la jornada.



El vértigo de las dunas: adrenalina a flor de piel
Después de la tranquila y entrañable experiencia en la granja de camellos, el tono del día cambió por completo Tras ese momento de calma, llegó la adrenalina. Subimos de nuevo al coche y nos adentramos en lo que llaman dune bashing. Una especie de rally improvisado por las dunas que hizo que el corazón se me subiera a la garganta.
El conductor, claramente experto, subía y bajaba por las laderas de arena a toda velocidad. Giros bruscos, deslizamientos que arrancaban risas nerviosas, y caídas que parecían sacadas de una montaña rusa. Fue, sin duda, una de las experiencias más emocionantes que he vivido.
Intenté grabarlo con el móvil, pero fue imposible. Entre los botes y la necesidad de agarrarme con fuerza a las asas del techo, no pude hacer más que vivirlo intensamente. El cinturón apenas servía de consuelo y la sensación de despegue era constante.
Íbamos siete coches en fila india, y no era solo por estética: más tarde el guía nos explicó que era por seguridad. Si uno volcara, cosa que puede pasar, los otros podrían ayudarle a salir con un gancho. En el desierto, ir solo puede ser peligroso.
El trayecto fue largo, larguíiiiiisimo. Y sin embargo, no quería que terminara. Las vistas eran espectaculares. A veces, entre duna y duna, aparecían edificios lejanos; otras veces, desaparecían por completo. Esa mezcla de orientación y desorientación te hacía sentir en otro mundo apocalíptico..




Sandboarding y atardecer: el desierto desde lo alto
Nuestra tercera parada fue en una zona perfecta para hacer sandboarding. Los conductores levantaron los capós para dejar enfriar los motores y nosotros subimos una gran duna. Desde arriba, el desierto se desplegaba como un océano de arena sin fin.
Algunos se lanzaron duna abajo con una tabla, tumbados boca abajo, entre risas y gritos. Yo no me atreví. La bajada me parecía demasiado empinada y, sinceramente, la subida me hubiera dejado sin aliento. El calor era denso, pegajoso, aunque una brisa suave empezaba a asomar con el sol descendiendo poco a poco.
Mientras otros bajaban una y otra vez, yo me dediqué a disfrutar de las vistas y a hacer fotos. El guía, una vez más, se ofreció encantado a retratarnos. Aún hoy me pregunto qué habría pasado si me hubiese atrevido. Tal vez habría gritado… o tal vez habría querido repetir. Quién sabe.


Paseo en camello al atardecer: vencer el miedo
Llegamos finalmente al campamento. Ver las tiendas, las alfombras y los cojines sobre la arena fue casi un suspiro de alivio. Lo primero que hicimos fue dar un paseo en camello.
Al principio dudé. Me imponía esa forma que tienen de levantarse, como si todo tu equilibrio se pusiera a prueba. Pero me animé. Y qué buena decisión. Subida a lomos del camello, con el viento del atardecer rozándome la cara, me sentí poderosa. Feliz.
Eso sí, reconozco que al final del recorrido, cuando el camello se agachó para sentarse, me llevé un buen susto. El movimiento fue tan brusco que, de no haber estado bien agarrada, probablemente habría terminado en el suelo. Por suerte, me mantuve firme… y ahora lo cuento entre risas.
Había vencido un pequeño miedo. Y ese detalle, aunque simple, hizo que la experiencia valiera aún más.

Cena, espectáculo y un cielo inolvidable
Después del paseo, entramos en lo que simulaba un campamento tradicional. Sabíamos que era turístico, pero tenía su encanto. Alfombras en el suelo, mesas bajas, farolillos, y un ambiente relajado que invitaba a dejarse llevar.
Nos ofrecieron probar café árabe con dátiles —más suave, especiado, muy aromático—, y también podías hacerte un tatuaje de henna o vestirte con ropa tradicional para una foto. Todo estaba pensado para vivir una parte de la cultura local, aunque fuera por un momento.
Tras un rato de descanso, abrieron una gran carpa y comenzó la cena: un buffet libre con platos árabes variados y sabrosos. Arroz, cuscús, guisos, hummus, ensaladas... todo acompañado de música suave y una iluminación tenue que daba calidez al lugar.
Y entonces llegó el espectáculo.
Primero, una bailarina de danza del vientre hipnotizó con sus movimientos. Luego, un artista del fuego encendió la noche con sus malabares. Antorchas girando, llamas en el aire, y el asombro dibujado en cada rostro.




Antes de irnos, nos alejamos unos metros del campamento. Apagaron las luces por unos minutos. Y ahí estaba: el cielo del desierto, abierto y silencioso, repleto de estrellas. Un espectáculo sin sonido, sin filtros, sin comparación.


De vuelta al 4x4, con la arena aún en los zapatos y el cuerpo tibio por el té y la emoción, supe que ese día lo recordaría siempre, llevaba en mi mochila variadas e intensas expericiencias que se quedarían en mi memoria: adrenalina, cultura, hospitalidad y belleza natural. Un viaje al corazón del desierto desde Abu Dabi que, si tienes la oportunidad, no deberías perderte.
Absolutamente recomendable. De los que dejan huella.