El día que vacié un cajón… y algo dentro de mí también
Era una tarde gris, de esas en las que el mundo parece envuelto en una manta pesada. No pasaba nada afuera, pero por dentro sentía una especie de ruido sordo. Esa inquietud sin nombre que no es tristeza ni rabia, pero que ocupa espacio.
No sé por qué, terminé frente al cajón de sastre de mi escritorio. Ese cajón. El que todos tenemos. El que tragaba cosas sin preguntar: bolígrafos muertos, tickets arrugados, cables que ya no sé de qué son, llaves huérfanas, botones sin pareja, clips... Un pequeño cementerio del “por si acaso”.
Abrirlo fue como abrir la cabeza: un espejo perfecto del caos que tenía adentro.
No lo hice por orden. Lo hice porque necesitaba soltar algo, lo que fuera. Y ese cajón me pareció un buen lugar para empezar.
Primero fue el sonido: el susurro seco de los papeles al romperse, el tintinear leve de las monedas rodando al fondo, el golpe sordo de cosas que caían en la bolsa de basura.
Y entonces, el silencio. Un silencio raro, denso, como si el cajón —y yo— hubiéramos dejado de gritar.
Después vino el tacto. Sentí cómo el cajón se aligeraba entre mis manos, cómo los objetos empezaban a deslizarse con más facilidad. La madera del fondo antes oculta, parecía respirar. Y yo también.
Encontré una goma de borrar que usaba con los deberes de mis hijos. La toqué y sonreí. Me la quedé no solo por nostalgia, sino porque todavía servía. En cambio, solté una pulsera rota que llevaba años prometiéndome arreglar. Tirarla fue como reconocer que ya no tenía sentido seguir esperando.
Con cada objeto que decidía dejar ir, algo en mí se aflojaba. Me di cuenta de que ese acto tan simple activaba algo profundo:
— La capacidad de elegir. Porque cada decisión —dejarlo o tirarlo— era un ejercicio de claridad.
— La reducción del ruido. Visual, sí. Pero también emocional. Como si cada cosa inútil fuera una micro carga que me pesaba sin saberlo.
— El control recuperado. Sentí que, aunque fuera por unos minutos, el mundo estaba en mis manos. Y eso bastó.
— La conexión con el presente. Porque ordenar no es solo limpiar. Es estar. Es decir: aquí estoy, elijo, avanzo.
Cuando terminé, quedaban la mitad de las cosas. Y lo abrí y cerré un par de veces, solo por el placer de ver ese espacio vacío. Ese orden. Ese respiro.
Y lo curioso fue que yo también respiraba distinto.
Esa noche dormí mejor. Sentí menos peso en el pecho. Y al día siguiente, me descubrí ordenando un directorio del ordenador lleno de ficheros olvidados, contestando un mensaje pendiente, incluso cocinando con más atención.
No fue magia. Fue movimiento. Fue como encender una chispa en medio de la niebla.
Ordenar ese cajón no cambió mi vida. Pero cambió mi estado de ánimo. Mi forma de mirar lo que me rodea.
Y me recordó algo simple, pero poderoso: que a veces el cambio no empieza con grandes decisiones, sino con un gesto pequeño que le susurra al alma: ya puedes soltar.
Y soltar… se siente como libertad.
Porque, aunque no tengas tiempo —ni energía— para una limpieza de primavera completa, siempre puedes ordenar un cajón de sastre.
Todos tenemos uno.
Y a veces, empezar por lo pequeño es justo lo que hace espacio para todo lo demás.
"El orden exterior ayuda a calmar el caos interior."
— Dominique Loreau, L’art de la simplicité