12/04/2025
Mañana es domingo de Ramos y me ha inspirado la siguiente reflexión.
El Domingo de Ramos siempre ha sido una de esas fechas que llevo grabadas en la memoria. Más allá del significado religioso o del bullicio propio de la Semana Santa, para mí es una mezcla de olor a laurel, nervios de infancia y emoción de estrenar.
Me despertaba con la luz suave de marzo filtrándose por la ventana, y ahí, en el salón, ya estaba preparada con esmero la ropa del día: la muda nueva —¡con braguita, camiseta y calcetines a juego!— y ese traje de primavera que, a veces, venía con sorpresa... Porque la primavera, ya se sabe, en Salamanca se lo toma con calma. No era raro que, en lugar de un sol radiante, nos encontráramos con una mañana heladora. Pero aun así, salía orgullosa con las piernas al aire, feliz de haber dejado atrás los leotardos invernales para lucir calcetines calados y zapatos nuevos que, al final del día, me dejaban los pies en carne viva.
Pero eso no importaba. Lo verdaderamente importante era estrenar. Así lo mandaba la tradición, y así lo recordaban los mayores con una sonrisa:
.“El que no estrena el Domingo de Ramos, no tiene manos.”
“Domingo de Ramos, quien no estrena, no tiene manos ni pies.”
Los zapatos, claros y con la hebilla a un lado, crujían al andar, el lazo del pelo estaba impecable, y todos salíamos de casa como si fuéramos a una boda. En el ambiente se respiraba una mezcla de alegría, nervios y un toque de solemnidad.
El Domingo de Ramos marca el comienzo de la Semana Santa, una jornada cargada de simbolismo, emoción colectiva y recuerdos que se entrelazan con la historia. Se conmemora la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, recibido entre palmas y ramos por un pueblo esperanzado. Es uno de los momentos más luminosos de la Semana Santa, y contrasta con la sobriedad y el recogimiento que traerán los días siguientes.
Soy de Salamanca, y allí esta jornada siempre ha estado marcada por la bendición de los ramos. Aunque en otras partes de España lo típico son las palmas o las ramas de olivo, en mi tierra lo tradicional es llevar laurel a la iglesia. Este gesto tiene raíces muy antiguas: el laurel, símbolo de victoria, gloria y vida eterna desde la antigüedad, fue adoptado por su profundo significado espiritual… y también por su cercanía. En las tierras del interior, donde la palma escaseaba, el laurel era más accesible, y con el tiempo acabó convirtiéndose en una costumbre muy nuestra.
Después de unas reconfortantes torrijas caseras, iba a misa con amigas y vecinas, como tantos otros. Volvíamos con nuestras ramas de laurel en la mano, ya bendecidas. Lo más bonito era ese momento en que todos alzaban su ramo durante la bendición: un gesto colectivo lleno de fe y esperanza. Y aunque de niña aquello me parecía casi un juego, intuía que tenía algo especial, algo que no se decía, pero se sentía.
Después asistíamos a la procesión de La Borriquilla, organizada por la Hermandad de Jesús Amigo de los Niños. Jesús, montado en un asno, recorría las calles del centro rodeado de familias, niños, flores y música. Esta imagen se incorporó en el siglo XX precisamente para acercar la Semana Santa a los más pequeños de una forma accesible y alegre. Y lo conseguía: las calles se llenaban de ilusión, color y primavera… aunque a veces más bien de abrigos y botas.
Al volver a casa, el laurel bendecido se colocaba detrás de la puerta o en un jarrón, como símbolo de protección. Con el tiempo, también acababa en la cocina: daba sabor a lentejas, guisos de carne, albóndigas… Como si trajera consigo algo más que aroma: una pizca de fe, otra de tradición, y muchas cucharadas de cariño. Porque en casa, la cocina y lo sagrado nunca estuvieron del todo separados.
Tampoco faltaban los refranes populares que recogían ese sentido protector:
“Con el laurel bendito, el mal está frito.”
“Rama bendita, el demonio quita.”
Y como todo día especial, la comida también lo era. En casa, muchas veces el menú era arroz con pollo —prohibido en los viernes de Cuaresma— con su toque de laurel, por supuesto. De postre, algo casero: rosquillas, leche frita, natillas, flan o buñuelos, según el año. Toda la casa olía a cocina, a domingo feliz, a familia reunida.
La Semana Santa en Salamanca, con raíces medievales, ha sabido mantener esa mezcla de tradición y emoción popular. Ya en el siglo XVII existían cofradías que organizaban procesiones, y hoy en día la celebración está reconocida como Fiesta de Interés Turístico Internacional. Pero más allá de los títulos, lo que de verdad permanece es esa esencia compartida: fe, calle, laurel y familia.
El Domingo de Ramos era —y sigue siendo— una fiesta de lo sencillo, de lo que no necesita adornos: ropa recién estrenada, una misa compartida, la plaza llena, un ramo en alto y una comida que se queda en la memoria.
Hoy, cuando vuelvo a vivirlo desde la distancia o con la mirada adulta, todo me parece aún más precioso. Porque en esos pequeños rituales estaba escondido el verdadero sentido de las tradiciones: crear recuerdos, transmitir cariño y sentirnos parte de algo más grande.
Por eso, cada año, cuando llega el Domingo de Ramos, vuelvo a ser esa niña con los zapatos nuevos, la braguita blanca, el lazo bien puesto y el ramo en alto, sonriendo al sol de marzo... aunque ese día haga un frío que pela.
Y aunque han pasado los años y muchas cosas han cambiado, cada Domingo de Ramos vuelve ese cosquilleo en el estómago: el recuerdo del lazo bien peinado, los zapatos que aún no rozaban, y esa sensación de estar dentro de algo más grande, más antiguo, más nuestro.
Porque, en el fondo, el Domingo de Ramos es eso: familia, tradición, recuerdos y esperanza.
Con un poco de frío, sí… pero también con el corazón bien calentito.
No lo olvides: celebra este día de una forma especial. A tu manera, pero siempre con el alma despierta.
¿Y tú, cómo lo celebras?