12 de mayo: Mi primer viaje en business: el placer de viajar despacio
Descubrir una nueva forma de viajar
12/05/2025
Lo curioso de algunos momentos es que se cuelan en la memoria sin haber sido planeados. No eran el plan, ni la foto del viaje, ni el destino final… y, sin embargo, se quedan conmigo. Como esta vez, en la que lo que se suponía que sería solo un vuelo corto —Venecia-Madrid— terminó siendo uno de los mejores recuerdos del viaje..
Todo empezó con un regalo inesperado: un billete de vuelta en clase business, cortesía de una amiga generosa. Nunca había volado así, y sinceramente, no esperaba gran cosa. Pensé que sería un asiento algo más cómodo y poco más. Pero lo que encontré fue mucho más que eso: fue otra forma de viajar. Más lenta, más consciente, más conectada con el momento.
Llegamos al aeropuerto con tiempo, sabiendo que podíamos acceder a la sala VIP tres horas antes del vuelo. Y ya al cruzar aquella puerta de cristal, algo cambió. El bullicio habitual del aeropuerto quedó atrás, y entramos en un lugar donde el tiempo parecía transcurrir de forma distinta: más despacio, más amable.
El ambiente era sereno, casi como si el estrés del viaje se evaporara con el aire acondicionado. Me sorprendió lo bien pensado que estaba todo: zonas diferentes según lo que cada uno necesitara. Una esquina con sofás mullidos y luz tenue, perfecta para leer o simplemente dejar pasar el tiempo; mesas de trabajo con enchufes y silencio; un rincón lleno de vegetación natural, con sillones bajos y mesitas, como un pequeño jardín escondido. Y luego estaban las grandes cristaleras, mi parte favorita: desde allí se veía el ir y venir de los aviones como si fuera una coreografía silenciosa.
Todo estaba diseñado no para entretener, sino para permitir estar. Así, sin más.
Y luego, claro, el buffet. Ya casi nadie ofrece comida en vuelos cortos, así que este espacio se sintió como una fiesta secreta. Pequeñas lasañas jugosas, ensaladas en vasitos, mini pizzas calientes, fruta fresca, dulces irresistibles. Me serví un poco de todo, sin prisa, con ese placer casi infantil de poder elegir. Acompañé la comida con una bebida bien fría, y la culminamos con un latte y unas pastas italianas dignas del momento. Era como una merienda gourmet suspendida en el tiempo.
Nos sentamos junto a la pista con un café caliente entre las manos y nos quedamos allí un buen rato. Hay algo muy entretenido —y casi poético— en observar a los demás y dejar volar la imaginación. Pensar quién se va a reencontrar con alguien, quién huye, quién empieza una nueva vida. Me encanta inventar historias, construir personajes que solo existen en ese cruce fugaz de caminos.
Y entonces, el anuncio: el vuelo se retrasaba tres horas. Lo que podría haber sido una molestia se convirtió, inesperadamente, en una oportunidad para seguir disfrutando. Volvimos a nuestra zona tranquila, seguimos picando algo, revisamos fotos del viaje, conversamos con calma, leímos, miramos por la ventana. Esos momentos tan simples, son, a veces, los que más se quedan contigo.
Cuando por fin embarcamos, lo hicimos entre los primeros. Los asientos eran amplios, sin nadie al lado. Esa sensación de tener tu propio espacio, sin codazos ni conversaciones forzadas, fue un regalo. Y de nuevo el servicio a bordo —que después de la espera saboreamos también—: una bandejita con salmón, ensaladilla, panecillo y un pequeño postre. Me llevó directamente a los viajes de mi juventud, cuando volar aún tenía algo de ceremonia y estos momentos culinarios se esperaban con auténtico deleite.


Durante el vuelo, esa sensación de calma continuó. Leí unas páginas, miré por la ventana, escribí un poco. Por primera vez, no deseaba que el trayecto terminara rápido. No me importaba la duración del vuelo. Estaba disfrutando de cada minuto.
Llegamos a Madrid de noche, algo más tarde de lo previsto, pero con el corazón lleno. Porque este viaje me enseñó algo importante: que incluso en un trayecto corto hay espacio para la belleza, el confort y los pequeños placeres. Que esperar no siempre es perder el tiempo; a veces es ganarlo. Que observar, saborear y detenerse también son formas de viajar.
Y que, si uno se lo permite, el lujo más grande está en cómo elegimos vivir cada momento.
Lo que normalmente consideramos la parte más tediosa de un viaje —la espera, el embarque, el vuelo en sí— esta vez se convirtió en una experiencia con identidad propia. En lugar de desear que terminara cuanto antes, lo vivimos como una prolongación del viaje, con su propio ritmo y sus pequeños descubrimientos. Fue un capítulo más de la historia que habíamos comenzado en Venecia. Igual que una tarde en una terraza o un paseo sin rumbo por sus callejones, este trayecto también merecía ser guardado y contado.
Porque a veces, cuando todo se alinea —el ambiente, la compañía, el tiempo regalado—, incluso lo más cotidiano se transforma en algo digno de ser vivido con los cinco sentidos.
Y eso, para mí, también es viajar.
Consejo final:
A veces, al hacer el check-in con Iberia, aparece la opción de hacer un upgrade a clase business por un precio especial. Si te lo ofrecen y no resulta demasiado caro, no lo dudes: date el gusto al menos una vez. No es solo volar mejor, es viajar de otra manera. Más despacio, más atento, más presente. Porque, a veces, el lujo no está en lo que cuesta… sino en cómo lo vives.