15-abril- “Torrijas y memoria: el ritual de una mañana de primavera”
15/04/2025
Para mí, la Semana Santa sabe y huele a torrijas. Y es que hay recetas que no se aprenden solo con medidas y tiempos de cocción.
Hay recetas que se heredan con las manos, con los silencios compartidos en la cocina, con ese olor que se cuela por las rendijas de la casa y que, de pronto, te lleva de regreso a cuando tenías nueve años y veías a tu madre voltear torrijas en una sartén grande y negra, como si estuviera haciendo magia.
Las torrijas son eso para mí: un puente entre generaciones, un ritual que repetimos cada Semana Santa en casa, no solo para comer algo dulce, sino para recordarnos quiénes somos y de dónde venimos.
Todo comienza una mañana de primavera, normalmente el Jueves o Viernes Santo. La casa todavía huele a sueño, y ya hay leche calentándose en una cacerola. Es una leche especial: infusionada con cáscara de limón, canela en rama y un poco de azúcar. A veces, incluso le añadimos una pizca de vainilla. No es estrictamente tradicional, pero ya es “nuestra” versión. Y en eso consiste justamente la tradición: en adaptar, en hacer propio algo antiguo.
Mientras la leche va soltando su aroma, el pan reposa. En mi infancia usábamos pan de días pasados, que guardábamos con la anticipación propia de un momento esperado. Ahora usamos una barra especial para torrijas, de miga densa, que se encuentra fácilmente en los supermercados. Nada de bollería ni pan de molde. Tiene que ser un pan consistente, que aguante el remojo sin romperse, como lo hacía el de mi madre.
En la encimera ya están los demás ingredientes: los huevos batidos, el aceite esperando en la sartén, el azúcar mezclado con canela en un cuenco aparte, listo para envolver las torrijas una vez doradas. Es como un pequeño altar familiar. Cada elemento tiene su sitio, su tiempo. Nadie corre. Nadie mira el móvil. Solo estamos ahí, juntos, haciendo torrijas.
En el proceso, a modo de ritual nos involucramos casi todos. Uno a uno, los trozos de pan se empapan en la leche tibia. No hay que tener prisa. Hay que mirar cómo se va impregnando, cómo la miga se suaviza. Mi hijo, ya ha aprendido a “leer” el pan. Me dice: “Mamá, este ya está listo. Mira cómo se hunde un poquito”. Y yo sonrío, porque veo en él el mismo brillo curioso que tenía yo de niña cuando hacía esto con mi madre.
Después, el pan pasa al huevo batido. Aquí entra en juego el primer gran dilema familiar: ¿mojar rápido o dejarlo nadar? En nuestra casa lo hacemos con decisión, pero con mimo, para que no se deshaga, pero se impregne bien. Y luego… a la sartén.
El chisporroteo del aceite caliente es casi hipnótico. El olor cambia: ya no es solo canela y leche, ahora huele a infancia, a cocina de casa, a Semana Santa. Las torrijas se doran lentamente. No hay que apurarlas. Hay que esperar a que tomen ese color dorado, ligeramente crujiente por fuera, suave como una nube por dentro.
Hoy en día, también se hacen en la air fryer, con menos aceite y menos grasa. No es lo mismo, aunque es una opción válida.
Las vamos colocando en una fuente grande. Una vez frías, las pasamos por la mezcla de azúcar y canela. Algunas veces preparamos un almíbar ligero con miel y agua templada para bañarlas por encima. Eso depende del día, del ánimo, del recuerdo que queramos invocar.
Listas para el desayuno, la merienda, el postre…
La cocina puede considerarse un refugio de la memoria. Hacer torrijas en familia no es solo seguir una receta. Es un acto de presencia, un momento de comunión sin necesidad de palabras. Es ver a mis hijos meter los dedos en el azúcar cuando creen que no los miro. Es escuchar a mi madre contar, por enésima vez, cómo su madre las hacía al horno cuando no había suficiente aceite. Es mirar a mi pareja rebañar con pan los restos del almíbar y decir: “Esto sabe a mi infancia”.
Y entonces entiendo algo muy profundo: estas mañanas de torrijas están construyendo recuerdos en mis hijos. Recuerdos que quizás un día, dentro de muchos años, les devuelvan a mí. A este momento. A esta cocina. A esta primavera.
Y poco después, el festín. Una vez hechas, las torrijas reposan. Pero no duran mucho. En casa, el ritual se completa con una mesa puesta sin prisa. Café con leche, zumo recién exprimido y la fuente de torrijas en el centro. Nadie espera a que se enfríen del todo. Siempre hay quien “prueba” una antes de que llegue el resto. Es parte del juego.
Y ahí estamos todos, en pijama o con ropa cómoda, charlando, riendo, a veces en silencio, pero con esa calidez que solo se da en ciertos momentos: cuando no hay prisas, ni agendas, ni pantallas. Solo nosotros y el sabor dulce de una tradición que se mantiene viva.
"La cocina es un acto de amor. Cocinar para alguien, o con alguien, es una forma de decir te quiero sin palabras."
— Nigella Lawson, escritora y chef británica.
¿Por qué mantenemos este ritual? Las torrijas podrían comprarse. Podríamos ir a una pastelería y volver con una caja llena. Pero no se trata de eso. Se trata del proceso. De lo que sucede mientras se hacen. De cómo se abren conversaciones, se repiten gestos, se aprende sin enseñar.
Los rituales familiares como este son pequeñas anclas emocionales. Le dicen al niño: estás en casa, esto es tuyo, perteneces aquí. Le dan forma al tiempo, lo hacen especial. No hay nada extraordinario en pan, leche y huevos. Pero lo extraordinario es el contexto: el cariño, la constancia, la memoria compartida.
Y lo mejor de todo es que estos rituales no necesitan perfección. A veces se nos quema una torrija, a veces no hay pan del “bueno” y usamos lo que tenemos, a veces alguien se olvida de añadir canela. Pero la esencia permanece. Lo importante no es que salgan perfectas, sino que se hagan juntos. Que cada año, por estas fechas, la casa vuelva a oler igual. Que las manos se manchen. Que el tiempo se detenga.
"Cocinar juntos no es solo preparar comida, es tejer historias, memorias y lazos que duran para siempre."
La receta (torrijas con amor)
Ingredientes:
• 1 barra de pan especial para torrijas (del día anterior)
• 1 litro de leche entera
• 1 rama de canela
• Piel de 1 limón (sin la parte blanca)
• 3–4 cucharadas de azúcar
• 2 huevos grandes
• Aceite de oliva suave (o de girasol) para freír
• Azúcar y canela en polvo para rebozar
• (Opcional) Miel diluida en agua para rociar
Preparación:
1. Infusionar la leche: Calienta la leche con la piel de limón, la canela en rama y el azúcar. Cuando hierva, apaga el fuego y deja reposar tapada unos 10 minutos.
2. Preparar el pan: Corta el pan en rebanadas gruesas (unos 2–3 cm). Colócalo en una fuente honda.
3. Remojar: Vierte la leche tibia sobre el pan y deja que absorba sin romperse. Con cuidado, dales la vuelta para que se empapen por ambos lados.
4. Pasar por huevo: Bate los huevos en un plato hondo. Pasa las rebanadas escurridas por el huevo.
5. Freír: Calienta aceite en una sartén. Fríe las torrijas por ambos lados hasta que estén doradas. Escúrrelas en papel absorbente.
6. Rebozar: Pásalas por azúcar mezclada con canela mientras aún están templadas.
7. Opcional: Rocíalas con miel templada o almíbar si te gusta más jugosa.
Después del desayuno, la cocina queda llena de migas y olor a canela. El fregadero rebosa de platos y sartenes. Pero en el aire hay otra cosa: esa sensación de haber vivido algo juntos. De haber celebrado, sin grandes ceremonias, el simple hecho de estar en familia.
Y quizás eso sea lo más importante que podemos enseñar a nuestros hijos: que la vida no se mide en momentos espectaculares, sino en rituales compartidos. En el pan mojado con leche caliente. En las manos llenas de azúcar. En las miradas cómplices.
Cada Semana Santa hacemos torrijas. Y quizás no lo sepamos ahora, pero estamos sembrando recuerdos que florecerán en ellos cuando ya no estemos.
Por eso lo hacemos.
Por el sabor.
Por la infancia.
Por el recuerdo.
Y por el amor que no se dice, pero se cocina.
"Una receta no tiene alma. Es el cocinero quien debe darle alma a la receta."
— Thomas Keller, chef estadounidense con tres estrellas Michelin.