15/05/2025
Madrid en mayo tiene otro pulso. La ciudad cambia de ritmo, se vuelve más luminosa, más viva. Hay una luz especial, dorada y alegre, y en el aire flota una mezcla de olores que me resulta inconfundible: rosquillas recién horneadas, césped recién regado y claveles rojos. Mayo es el mes de San Isidro Labrador, patrón de la ciudad, y con él llega una de nuestras fiestas más queridas. Una celebración donde la historia, la devoción y la alegría popular se entrelazan como farolillos colgando en el cielo.
Cada 15 de mayo, siento que Madrid se transforma. Las calles, las plazas y los parques no solo florecen en color, sino también en alma. Es como si la ciudad se reencontrara consigo misma, con su raíz más auténtica. Y yo, madrileña de corazón, no me pierdo ni un solo detalle.
El hombre detrás de la fiesta: la historia de San Isidro
La historia del santo que da nombre a esta fiesta comienza en el siglo XI. Isidro de Merlo y Quintana no fue rey ni noble. Era un campesino, un hombre humilde y profundamente devoto que trabajaba la tierra en las afueras de lo que hoy es Madrid.
Dicen que, mientras él rezaba, los ángeles araban por él. Y que, en una ocasión, su hijo cayó a un pozo y el agua subió milagrosamente hasta devolverle la vida. Estos y otros milagros lo convirtieron en símbolo de fe y esperanza.
Fue canonizado en 1622, nada menos que junto a gigantes como San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Santa Teresa de Jesús y San Felipe Neri. Pero para nosotros, los madrileños, San Isidro es algo más que un santo: es identidad, es costumbre, es raíz.
La pradera: donde late el corazón de Madrid
Cada año, si puedo, subo a la Pradera de San Isidro, en Carabanchel. Desde que tengo memoria, es el lugar donde Madrid se reúne en comunidad, con sus tradiciones a flor de piel. Llevo mi cesta de picnic, el mantón, y ese cosquilleo en el estómago que mezcla ganas de verbena y nostalgia de infancia.
Desde bien temprano, la pradera se llena de vida: hay música en directo, atracciones para niños, puestos de comida y escenarios donde se bailan chotis, pasodobles y seguidillas. El ambiente huele a claveles, a albahaca y a historia compartida.
Y claro, hay que beber del agua de la fuente del santo, esa que dicen trae salud y buena suerte. Después, toca visitar la ermita, hacerse la foto entre banderines de colores… y dejarse llevar por el sonido del organillo.
Vestirse de chulapo y chulapa: más que una tradición
En San Isidro, ponerse el traje castizo no es disfrazarse, es abrazar sus raíces. Es participar en algo que viene de generaciones atrás. Los hombres, los chulapos, con su parpusa, su chaleco y el clavel rojo en la solapa. Las mujeres, las chulapas, con sus vestidos de lunares o cuadros, su mantón de Manila, pañuelo blanco y labios rojo pasión. Cada detalle habla de orgullo, de identidad, de pertenencia.
Y cuando suena el organillo, empieza el chotis. Ese baile en el que el hombre gira apenas sobre una baldosa imaginaria, mientras la mujer da vueltas a su alrededor. Elegante, sobrio, castizo. Y aunque no sepas bailarlo, algo en el ambiente te empuja a intentarlo. Porque en San Isidro, todos bailamos desde el alma.
El sabor de la fiesta: rosquillas, limonada y tradición
Si hay algo que sabe a San Isidro son las rosquillas del santo. Cada una con su nombre y personalidad:
Las tontas, sin glaseado, secas y perfectas para mojar.
Las listas, con un glaseado de limón suave y dulce.
Las de Santa Clara, cubiertas de merengue blanco.
Las francesas, más esponjosas y ligeras, cubiertas con azúcar glas..
La tradición dice que hay que probar al menos una de cada tipo para tener suerte. Yo, por si acaso, cumplo el ritual con gusto.
En casa, nunca faltan los sabores de siempre: cocido madrileño, tortilla de patatas, entresijos, gallinejas, gallina en pepitoria… Y si salgo por la ciudad, me encanta descubrir cómo los chefs reinterpretan estos platos de forma creativa y deliciosa.
También recomiendo los barquillos, los pestiños o las rosquillas de anís, que nos recuerdan ese Madrid antiguo que solo vuelve con fuerza en estas fechas.
Rutas cultural: rincones donde vive el santo
Uno de los rituales imprescindibles es visitar el Museo de San Isidro, en la plaza de San Andrés, en pleno corazón de La Latina. Es pequeño, pero está lleno de historia. Allí se encuentra el famoso pozo del milagro, donde según la leyenda, San Isidro salvó a su hijo.
Muy cerca está la Iglesia de San Andrés, donde fue enterrado originalmente, y la Capilla del Obispo, que, junto con la capilla del museo, forman un pequeño triángulo devocional. Esta última está decorada con frescos del siglo XVIII que representan la Apoteosis del santo y ángeles que sostienen una inscripción sobre el lugar donde murió: “Aquí se durmió en el Señor”.
Y, por supuesto, no hay que perderse la Colegiata de San Isidro, en la calle Toledo. Allí reposan sus restos y los de su esposa, Santa María de la Cabeza, también santa. Son una de las pocas parejas canonizadas de la tradición cristiana. Su historia, sencilla y espiritual, me emociona cada vez que la recuerdo.
San Isidro en la literatura y el arte
El espíritu de San Isidro también ha sido retratado en la literatura. Benito Pérez Galdós, en Fortunata y Jacinta, describe con precisión los puestos y el bullicio de la calle Toledo camino a la pradera. En Misericordia, nos muestra cómo la fiesta podía ser un bálsamo para los más humildes.
Valle-Inclán, en Luces de bohemia, pinta una pradera esperpéntica y colorida, con ese tono crítico tan suyo. Y Ramón Gómez de la Serna, en El Rastro, nos habla de cómo los objetos parecen cobrar vida durante estas celebraciones.
Y por supuesto, imposible no hablar de Francisco de Goya, que inmortalizó la romería en su cuadro “La pradera de San Isidro”. Más que una pintura, es una postal viva de lo que seguimos celebrando siglos después.
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¿Cómo celebrar San Isidro hoy?
Si estás en Madrid en estas fechas, aquí tienes mis consejos para disfrutar al máximo:
Ve a la pradera. Lleva una manta, algo de comida o compra en los puestos, y siéntate a empaparte del ambiente.
Baila un chotis. No importa si sabes o no: lo importante es dejarte llevar.
Prueba todas las rosquillas. No lo hagas por superstición, hazlo por placer.
Viste de castizo, aunque sea con un detalle: un clavel, un mantón, una sonrisa.
Visita la ermita, el museo, la colegiata. Son rincones sagrados de nuestra historia.
Disfruta de los conciertos gratuitos en la Plaza Mayor, Las Vistillas o Matadero.
Llévate un recuerdo castizo: una parpusa, un mantón o una rosquilla para el camino.
¿Y si no estás en Madrid? También puedes celebrarlo. Compra unas rosquillas en una panadería local, busca un vídeo de chotis, lee a Galdós o simplemente pon una flor roja en el pelo o en la solapa. Porque San Isidro no es solo una fiesta. Es una actitud, un símbolo de lo que somos.
.Un santo para todos los tiempos
San Isidro no es solo el patrón de Madrid. Es también protector del campo, del agua y de quienes trabajan la tierra. Por eso, en épocas de sequía, se le saca en procesión para pedir lluvia, y no son pocas las veces que ha respondido con alguna nube oportuna. Su devoción ha llegado a lugares tan lejanos como Latinoamérica o Filipinas, donde también se le celebra con danzas y ofrendas.
Quizá porque fue un hombre sencillo, tan cercano al pueblo, San Isidro conecta con Madrid como pocos. Una ciudad moderna y vibrante, sí, pero que nunca ha dejado de ser pueblo cuando llega mayo.
San Isidro es mucho más que una fiesta religiosa: es una verbena del alma, un reencuentro con la infancia, una excusa para bailar, para reír, para abrazar lo que somos. Porque esta ciudad que corre y no se detiene, también sabe parar, ponerse un clavel y decir con orgullo: “¡Viva San Isidro!”
¿Y tú? ¿Has vivido alguna vez San Isidro en Madrid? ¿Te gustaría?
Cada año me emociono al ver cómo Madrid se engalana para celebrar a su patrón. Porque San Isidro no es solo una fecha en el calendario: es un pedacito de identidad madrileña, de esa que se siente en los detalles y en el alma. Y mientras saboreo una rosquilla lista y me limpio los dedos pegajosos de glaseado, sonrío. Porque, aunque no nací aquí, esta ciudad —de alguna forma profunda e inexplicable— sí me pertenece. Y sé que sigue latiendo al compás castizo de su alma más alegre, viva y eterna.