17 de mayo-Entre telas y recuerdos
17/05/2025
Hace unos días, en una visita a Lugo, descubrí una de esas joyas escondidas que parecen resistirse al paso del tiempo: una tienda llamada Todo Telas. La encontré casi por azar, paseando sin rumbo por una calle tranquila del centro. Desde fuera ya se intuía su alma: escaparates sencillos, sin artificios, pero llenos de rollos perfectamente alineados, como guardianes silenciosos de otro tiempo. Entré sin dudarlo, guiada por una intuición antigua, casi íntima.
Dentro me envolvió ese olor inconfundible a textil nuevo y madera vieja. A tela recién cortada, a historias por contar. Era uno de esos lugares que ya casi no existen, donde todo se elige con las manos, con los ojos y con la imaginación. Pasillos estrechos, estanterías que rozaban el techo, dependientas que sabían tanto de tejidos como de personas. Todo me resultaba entrañable y familiar.
Y entonces, como un eco suave, apareció el recuerdo de mi infancia.
Cuando era pequeña, este tipo de tiendas formaban parte del paisaje cotidiano. Muchas personas se hacían la ropa en casa o acudían a modistas, y comprar telas era casi un acto doméstico. Recuerdo ir con mi madre a grandes tiendas de mi ciudad natal. Eran verdaderos templos textiles, con mostradores interminables y columnas de rollos apilados como si sostuvieran un mundo mágico. Elegíamos telas para trajes, vestidos, faldas, camisas... pero también para mantas, cortinas y manteles. Aún puedo evocar la emoción de pasar la mano por las distintas texturas, de ver cómo desenrollaban un trozo para que lo sintiéramos y lo imagináramos ya transformado. Algodones suaves y frescos con dibujos alegres, lanas gruesas que olían a tierra limpia, sedas que se deslizaban como agua y linos con esa textura seca que recuerda al campo en verano. Todo era elección, pausa y conversación mientras te dejabas aconsejar por una dependienta experimentada.
Recuerdo especialmente el día en que me compraron una tela blanca, ligera, casi etérea, con la que me hicieron unos pantalones bombachos que estaban muy de moda por entonces. A mí me costaba imaginar el resultado, incluso con la ayuda de la dependienta, que nos mostraba revistas de patrones —como el Burda— y desplegaba páginas con entusiasmo, tratando de hacerme ver cómo esa tela podría convertirse en algo que aún no existía.
En Todo Telas sentí que regresaba a ese mundo. Me perdí entre estampados y tejidos sin prisa. Toqué una viscosa con caída perfecta, ideal para un vestido ligero; acaricié una loneta de rayas que hablaba de días al sol. En una estantería encontré unas mantas al peso, cálidas y envolventes. Elegí una en tonos neutros, con el grosor justo, pensando en coserle un bies a mano. No solo para abrigarme, sino para convertir ese gesto en un pequeño proyecto personal que me acompañe en las sobremesas serenas del fin de semana o en las tardes de lectura en la terraza. Un acto lento y consciente que me devuelve a mí.
También encontré manteles primaverales para renovar la casa con pequeños gestos: uno para la mesa de la terraza, que pronto se llenará de luz con la llegada de los días largos; otro más sobrio para el salón; uno pequeño para la mesa del café de media tarde, y otro grande, para los encuentros que se alargan entre risas y sobremesas. Me gusta vestir la casa como quien se prepara para una cita consigo misma, aunque no haya invitados. Telas recién cortadas, listas para rematar con un bies o incluso con una puntilla de ganchillo, porque todo lo soportan con dignidad y belleza.
Entre tantos rollos, una tela elegante me llamó con discreción. De esas que no buscan protagonismo, pero que dejan huella. Era un satén con brillo tenue y textura fluida. Supe de inmediato que sería perfecta para un camino de mesa. Aún no sé cómo lo coseré, pero ya lo imagino desplegado con cuidado, transformando ese rincón habitual en algo especial
Salí de allí con las manos llenas de telas y la cabeza repleta de ideas. Más que compras, llevaba posibilidades. Proyectos en pausa, planes que se cocinarán a fuego lento. Porque en el fondo, eso es lo que más me gusta de coser: el doble placer de descubrir algo bello y luego transformarlo en algo hecho por mí, con tiempo, manos y cariño.
Entrar en una tienda de telas no es solo un paseo entre colores: es un viaje sensorial. Cada tejido tiene su propio lenguaje, su manera de caer, su textura particular, incluso su sonido al moverse. El terciopelo, por ejemplo, brilla con un aire teatral y pide ser acariciado. El encaje, delicado y paciente, cruje suavemente al estirarse. El tul y la organza, livianos como el aire, parecen querer volar. Las tapicerías y lonetas, firmes y resistentes, evocan hogares robustos. Y la franela, cálida y suave como una caricia invernal, invita a quedarse.




Cada tela tiene su propia voz, su forma de hablarnos. Algunas se deslizan como susurros; otras, como el lino o la franela, abrazan con su textura. Hay tejidos que parecen querer quedarse, que invitan a hacer hogar.
Elegir una tela es elegir una emoción. ¿Buscamos calidez o frescura? ¿Textura o ligereza? ¿Brillo o sobriedad? En ese pequeño gesto de pasar la mano por un rollo ya estamos soñando. Coser, entonces, es dar forma a ese sueño.
Hacer una manualidad, como confeccionar un mantel para la mesa del jardín o ponerle un bies a una manta para nuestras lecturas de terraza, es más que una tarea práctica: es un acto de cuidado, una forma de dejar nuestra huella en lo cotidiano. Al elegir la tela, medir, cortar con paciencia o pasar la aguja con cada puntada, nos conectamos con otro ritmo, más lento, más nuestro. Hay algo profundamente reconfortante en ver cómo, poco a poco, algo nace entre las manos. Nos centra, nos serena. Es como si el tiempo se expandiera y nos permitiera habitarlo con más conciencia.
Y esas piezas que creamos transforman el espacio. No son solo objetos: son escenas de nuestra vida. Ese mantel no es una simple tela sobre la mesa: es el telón de fondo de una merienda al sol, de una charla sin apuro. Esa manta no abriga solo del frío: también del ruido, de la prisa. Lo hecho a mano tiene alma. Cada imperfección guarda sentido. Cada puntada es una decisión. Y así, poco a poco, llenamos nuestra casa —y nuestra vida— de cosas que nos hablan, nos envuelven y nos recuerdan que, en lo pequeño, también habita lo valioso.
"Somos como retazos de tela: distintos en forma y color, pero juntos podemos formar la más hermosa colcha."
— Khalil Gibran (atribución común, aunque no confirmada en sus obras principales)
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