19-abril- Spa casero ante un día gris
Una despedida al invierno con velas, agua caliente y el ritual de cuidarse sin prisa
19/04/2025
“Debe haber pocas cosas que un baño no cure, pero no se ninguna de ellas”.
Silvia Plath
Es Semana Santa. Abril ha cruzado su meridiano y la primavera, en teoría, ya debería haber estallado en todo su esplendor. Pero hoy no. Hoy llueve. Hace frío. El cielo es de un gris blando que invita a recogerse, a crear refugio. Y decido rendirme a ese día opaco con una calma agradecida. Hoy no saldré.
Y eso hago: convierto el baño en un pequeño santuario y me regalo el último baño del invierno.
El último en el que la piel aún pide agua caliente. El último en que la bañera se convierte en refugio, en nido, en frontera entre el afuera y el adentro.
Después de hoy, los días crecerán, se aligerarán. Volverán las duchas rápidas, el calor en la piel, las sábanas frescas.
Pero ahora no. Ahora es tiempo de despedida. De hundirme una última vez en esta intimidad líquida.
Camino descalzo por la casa, con el sonido de la lluvia como telón de fondo. El suelo está frío, pero no incómodo; simplemente me recuerda que estoy aquí, presente. Entro al baño, ese pequeño santuario donde el mundo se disuelve.
Enciendo las velas una a una y después apago la luz, dejando un ambiente cálido. Poco a poco, todo se impregna de un aroma a chai: canela, clavo, un fondo dulce de cardamomo. Perfume especiado que huele a casa, a calma, a invierno.
Abro el grifo. El agua comienza a correr y, con ella, también mi respiración se ralentiza. El vapor se eleva poco a poco, nublando el espejo.
Dejo caer una bomba de baño con esencia cítrica. Estalla suavemente en la superficie, tiñendo el agua de un dorado difuso.
Agrego espuma, la suficiente para formar pequeñas nubes suaves que se balancean con cada movimiento.
A la vez, tengo preparadas unas rodajas de limón y naranja para añadir al agua, ayudando a aromatizar, lo que además promete un chute de energía y frescura.
El olor del limón y la naranja me ayudará a levantar el ánimo, reducir el estrés y hasta mejorar la concentración, además de darle un toque muy alegre y primaveral
Coloco una bandeja de madera sobre la bañera. Encima, una taza de té especiado y el libro perfecto para estas ocasiones: 365 pequeños placeres. Es un libro que no se lee, se descubre. Puedes abrirlo por cualquier página y dejarte llevar. Perfecto para esta despedida del invierno.
La música suena suave, apenas un murmullo de cuerdas y voces lejanas. Me recojo el pelo con una pinza, me envuelvo de nuevo en el aroma a chai y me desnudo con una lentitud consciente, como si cada prenda que cae fuera también una preocupación que suelto.
Pruebo el agua con la punta del pie. Está perfecta. Entro despacio, dejando que el calor me reciba sin sobresaltos, como una caricia largamente esperada.
El agua me envuelve, me abraza. Me acomodo. Me entrego. Solo mi rostro queda fuera, flotando en la superficie espumosa.
Cierro los ojos. Escucho. Respiro.
Durante unos segundos no hago nada. Solo existo. El mundo parece estar lejos. Afuera, la lluvia sigue cayendo con un ritmo constante, pero aquí dentro hay silencio. Calor. Aromas que me sostienen.
Me estiro. Me dejo llevar por esa sensación líquida de olvido. El cuerpo empieza a desaparecer, como si cada célula supiera que puede relajarse, soltar. Me sumerjo más. Primero los hombros, después el cuello.
Hasta que, sin pensarlo mucho, deslizo todo el cuerpo hacia abajo y me hundo por completo.
Los oídos se tapan. La música desaparece. Solo hay un rumor sordo, envolvente. El calor del agua me acaricia la cara como una manta, como una despedida silenciosa del frío.
Me quedo así unos segundos. Suspendida. Ingrávida. Como si me hubiera desvanecido del todo.
Ahí abajo, el mundo deja de existir. No hay pensamientos, no hay pasado ni futuro. Solo este instante tibio y absoluto. El agua como una madre líquida que me contiene entera.
Cuando salgo a la superficie, tomo aire como si volviera de un sueño. Me siento nueva, lavada por dentro. Me apoyo en el borde y dejo que la cabeza repose.
Tomo el libro con cuidado para que no se moje y lo abro al azar.
“El placer de hundir los pies en arena húmeda”, dice.
Cierro los ojos un segundo y puedo sentirlo. La textura fina, casi líquida, el frescor bajo los dedos. Qué poder tienen las palabras bien elegidas: despiertan sensaciones dormidas.
Paso la página.
“El primer sorbo de una bebida caliente en una taza que te gusta”. Sonrío. Me acuerdo del té de canela que preparé hace una hora, que ahora descansa en una taza blanca con una grieta que me gusta demasiado como para desecharla.
Tomo un sorbo. Aún está tibio. La canela resuena con el aroma de las velas, como si una historia se estuviera contando en varias capas.
Sigo leyendo, sin orden, sin prisa. Cada frase es un umbral a un recuerdo o a un deseo.
“Un paseo sin rumbo.” “El sol colándose entre las hojas.” “Dormir con la ventana abierta.”
Pequeños altares de lo cotidiano.
El libro es como un juego de memoria emocional. Cada frase es una llave que abre una puerta en la piel, en los sentidos, en el alma.
Me gusta así, sin estructura, como si cada página fuera una invitación al presente.
Me pierdo entre líneas mientras el agua acaricia los bordes del tiempo.
Las velas parpadean como si también quisieran despedirse. La música sigue ahí, casi imperceptible, acompañando como una brisa suave.
Mientras leo, el cuerpo se va disolviendo en el agua. La tensión en los hombros se deshace. La respiración se vuelve más lenta.
. Ya no siento el límite entre mi piel y el agua. Solo floto, como si estuviera en una dimensión intermedia, donde nada es urgente ni doloroso.
Abro los ojos de vez en cuando solo para ver las sombras que las llamas de las velas dibujan en las paredes.
Bailan lento, como si también se hubieran entregado al momento. El vapor juega con ellas, las estira, las deforma. Es hipnótico.
Pienso en cómo hemos olvidado el arte de detenernos. De no hacer nada. De quedarnos quietos en lo que es.
Este baño, este pequeño ritual, es mi forma de recordar que no todo tiene que ser útil.
Que hay una belleza inmensa en simplemente estar.
El agua empieza a enfriarse, apenas. Me muevo un poco. La espuma ha bajado, pero el aroma persiste.
Exprimo una rodaja de naranja para alargar el aroma, y me salpica en la cara. Me estiro una vez más, dejando que el calor que aún queda penetre hasta los huesos.
Me abrazo a mí misma. A este instante. A este cuerpo que ha sabido sostenerme todo el invierno.
Y entonces, como quien se despide de una amiga con ternura, me incorporo despacio.
El aire me roza la piel mojada, ya no tan cálido como antes, pero agradable.
Me envuelvo en el albornoz, mullido y cálido, y me dejo secar con lentitud.
Las gotas que resbalan por mi espalda parecen lágrimas suaves de algo que termina.
Recojo el libro, las velas. Apago la música. Me quedo unos minutos más sentada en el borde de la bañera, sintiendo cómo todo vuelve a su lugar.
Hoy me he despedido del invierno.
No con frío ni con urgencia, sino con agua caliente, con calma, con gratitud.
Salgo del baño con los pies descalzos y el corazón tibio.
Afuera la lluvia sigue cayendo. Pero ya no la veo como una molestia.
Ahora me acompaña. Ahora suena como un eco del agua que me ha envuelto.
Me hago una infusión caliente, dejo el libro abierto por una página al azar y me acurruco en el sofá.
El invierno se ha ido.
Yo me quedo.
Más ligera. Más blanda. Más mía.
No son los grandes placeres lo más importante. Lo más importante es sacar el máximo provecho de los pequeños placeres.
Jean Webster