23/05/2025



Si hay una serie que nunca me canso de ver, esa es Ana de las Tejas Verdes (sí, la de 1985, la de siempre). Es, sin exagerar, una de esas historias que se te quedan grabadas en el corazón. Para mí, es mucho más que una adaptación de los libros de L.M. Montgomery. Es una joya, una de esas que no pasan de moda. Tiene esa mezcla justa entre dulzura, nostalgia, belleza visual y personajes entrañables que hacen que cada rewatch sea como volver a casa.
La serie fue dirigida por Kevin Sullivan y producida por Sullivan Entertainment, y está protagonizada por una Megan Follows que es Ana Shirley de pies a cabeza: expresiva, soñadora, intensa y maravillosamente imperfecta. A su lado, Jonathan Crombie como Gilbert Blythe (mi eterno amor de ficción), Colleen Dewhurst como la inolvidable Marilla Cuthbert, y Richard Farnsworth como Matthew, uno de los personajes más tiernos que ha dado la televisión.
La estética de la serie es simplemente preciosa. Tiene una fotografía suave, con luz natural que parece abrazarte desde la pantalla. Los paisajes de la Isla del Príncipe Eduardo, donde transcurre la historia, son tan hermosos que dan ganas de teletransportarse. El ritmo pausado te permite saborear cada escena, cada gesto, cada suspiro. Y la música de Hagood Hardy es la guinda perfecta: melancólica, envolvente, esperanzadora. Una banda sonora que se te queda dentro.
Las secuelas que también tienen su magia
Por si no lo sabías, la historia no termina en la primera entrega. Vienen dos continuaciones:
Anne of Green Gables: The Sequel (1987), también conocida como Anne of Avonlea.
Anne of Green Gables: The Continuing Story (2000).
Las dos primeras mantienen el mismo espíritu y calidad. La tercera se toma más licencias creativas y se aleja un poco del canon de los libros, pero si ya estás encariñada con los personajes, igual se disfruta.
Mi ritual anual: Maratón de Ana de las Tejas Verdes
Una vez al año, como quien celebra una fecha importante, me reservo un día entero para revivir la historia de Ana. Lo preparo con tanta ilusión como si fuera una fiesta privada. Es un pequeño ritual que me reconecta con mi niña interior, con la parte más sensible y creativa de mí.
Ese día, me levanto temprano. Abro apenas las cortinas, lo justo para que entre esa luz dorada que hace que todo parezca sacado de una pintura. En la mesa, saco mis tazas favoritas, unas de porcelana blanca con flores azules que encontré en un mercadillo vecinal. Las limpio con cuidado y preparo café recién hecho. El aroma empieza a invadir la casa y ya siento que estoy entrando en otro mundo.
Me acomodo en el sofá, con una manta gruesa sobre las piernas —una que tejió mi madre hace años, y que ya es parte del ritual—. Aprieto “play” y ya estoy en Avonlea. Ana aparece en pantalla con sus pecas, su pelo rojo alborotado y esa energía imparable que contagia desde el primer segundo.
Su forma de hablar atropelladamente, sus ideas locas, su pasión por las palabras, su manera de ver el mundo como una aventura constante… todo en ella me emociona. Y me recuerda que la imaginación también es una forma de resistencia, de libertad.
Cierro los ojos por un segundo. Escucho el viento entre los árboles, los cerezos en flor, el mar en la distancia. Por un momento, casi puedo sentir esa brisa fresca en el rostro. Siempre pienso: algún día voy a visitar la Isla del Príncipe Eduardo. Es uno de esos viajes pendientes del alma.
Mientras la serie avanza, la casa se llena de otros aromas: tarta de manzana, canela, nostalgia. Ana discute con Marilla, se ríe con Diana, y empieza su tira y afloja con Gilbert. Me río, me emociono, y a veces hasta lloro. No por tristeza, sino por esa sensación de belleza que toca algo profundo.
La manta que me cubre no abriga solo el cuerpo. Abriga recuerdos. Cada hilo es una caricia del pasado, cada punto una historia que ya viví o soñé.
Y entonces llega esa escena mítica: la del “zanahoria”, cuando Gilbert le tira de la trenza a Ana y ella, furiosa, le rompe la pizarra en la cabeza. Ese momento es el principio de todo. Porque, aunque parece un simple encontronazo escolar, en realidad es el inicio de una relación que crecerá como crecen las cosas buenas: despacito, sin prisa, sin pretensiones
Y en medio de todo, está Matthew. Qué personaje tan silenciosamente inmenso. Su relación con Ana es de una ternura que te rompe y te repara al mismo tiempo. No necesita muchas palabras para demostrar su cariño. Solo con una mirada, con la manera en que le compra aquel vestido con mangas puff, o cómo la escucha con paciencia infinita, uno entiende que ese amor paternal, simple y sin adornos, es uno de los pilares de la historia. Ana lo adora, y su devoción por él es pura. Hay un respeto, un agradecimiento, una complicidad muda que emociona más que cualquier gran discurso. Cuando pienso en el corazón de esta serie, pienso en Matthew.
Y por supuesto, no puedo dejar de mencionar a Diana Barry, su mejor amiga del alma, su “espíritu afín”. Esa amistad, intensa y casi mágica, es uno de los vínculos más hermosos que he visto en la ficción. Se ríen, se pelean, se reconcilian, se escriben cartas… todo con una entrega total, como solo ocurre en las amistades verdaderas de la infancia y adolescencia. Diana representa ese refugio emocional donde Ana puede ser ella misma sin tener que explicarse. Me encanta cómo se apoyan, cómo se protegen, cómo se entienden incluso cuando no están de acuerdo. Verlas juntas es ver la amistad en su forma más genuina y leal.
Y qué decir de Gilbert. No es el clásico galán de novela. No tiene poses, ni frases de postal. Pero tiene algo mucho más valioso: presencia. Él no intenta cambiar a Ana, no se impone. La acompaña, la observa, la espera. Y poco a poco, sin que ella lo note, se convierte en su refugio.
Es el tipo de amor que no busca brillar, pero permanece. Ese que no se anuncia con fuegos artificiales, sino con gestos pequeños. El que te da espacio para ser tú misma.
Y si Ana tuviera un diario justo en el momento en que empieza a mirarlo con otros ojos, estoy segura de que escribiría algo como esto:
Querido diario:
Hoy lo miré. No como antes. No con rabia ni con ese orgullo que tantas veces me protegió.
Lo miré de verdad.
Y entendí algo que, quizás, ya sabía.
Él siempre estuvo ahí. No haciendo ruido, sino siendo.
Y eso me asusta, porque su amor no es el de las novelas que tanto leo.
Es más como una casa con la puerta abierta, un lugar al que podrías volver sin miedo.
No sé qué pasará. Pero hoy, al verlo pasar, sentí que, de todos los lugares donde podría llevarme mi imaginación…
Él es uno donde, tal vez, algún día, me gustaría quedarme.
—Ana
No quiero un amor espléndido y dramático, sino uno que sea profundo y silencioso, una amistad de alma a alma, como la que siempre he tenido con Gilbert."Ana de la Isla. L. M. Montgomery