26 abril- Vuelta a la terraza: el despertar del aire libre
26/04/2025
Después de tantos días de lluvia, viento y ese frío que se resiste a irse, por fin empieza a sentirse el cambio. La primavera se va dejando ver, aunque tímida. No tanto por el calendario, sino porque el cuerpo lo nota: la brisa es más suave, la luz dura un poquito más, los pájaros empiezan a cantar antes y no se callan tan pronto. Es como si el tiempo se estirara sin esfuerzo. Y con eso, vuelve también una de mis cosas favoritas: estar en la terraza.
La terraza es mi rincón favorito, mi pequeño refugio al aire libre. Durante los meses de frío la contemplo desde la ventana, como quien observa a una amiga querida desde lejos. Pero apenas los días se alargan un poco, vuelvo a salir. Al principio, tímidamente, con una taza caliente entre las manos y mi manta verde encima, como si quisiera mimetizarme con el aire libre. Pero, sin darme cuenta, ya estoy ahí, apoyada en la barandilla, mirando cómo el sol se desliza horizontal sobre los tejados, cómo la luz dorada vuelve todo más lento, más suave.
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Esa primera tarde que vuelvo a la terraza sin hacer nada, solo a estar, es casi un ritual. Me apoyo, cierro los ojos, respiro profundo… y siento que algo adentro mío también se estira, como si despertara después de una siesta larga. Desde ahí, la ciudad suena distinta. Más liviana. Más lejos. Se escucha el viento, el canto de los pájaros, el olor de la tierra mojada. A veces incluso llegan risas de algún patio cercano, como una señal de que no soy la única reencontrándome con el aire libre.
Y claro, con el buen tiempo también vuelvo a leer afuera. Saco un libro, lo apoyo sobre las piernas y dejo que la luz me acompañe mientras paso las páginas. Leer ahí no es lo mismo que hacerlo adentro. Todo tiene otro ritmo. A veces me distraigo y me quedo mirando una nube, o simplemente dejando que el sol me toque la cara. El tiempo afuera se siente distinto. Se deshace. Y leer así es otra forma de estar conmigo: más presente, más en calma.
Los fines de semana, la terraza se transforma. Se llena de desayunos lentos, comidas al sol, sobremesas sin apuro, siestas en el sofá, o ratos tirada en el césped artificial, como en esas tardes de verano de cuando era niña, cuando el único plan era estar, mirar y escuchar.
También hay algo lindo en ese momento de ponerla a punto. Cada año, con una mezcla de entusiasmo y cariño, la limpio como si la despertara de una siesta larga. Saco hojas, barro el polvo, sacudo los cojines. Vuelvo a colocar el sofá, las sillas, el balancín que empieza a crujir con el primer viento suave. Cada cosa tiene su historia: charlas, desayunos con sol, silencios compartidos.
Planto semillas en las macetas. Las toco con cuidado, las riego como quien saluda. Me gusta esa promesa: algo va a crecer. No sé cuándo, ni cuánto… pero va a crecer. Y mientras tanto, las miro cada mañana como quien mira el horizonte, esperando ver la marea subir.
Poco a poco, la terraza vuelve a ser una extensión de mí. Un lugar sin techo donde todo se siente más liviano. Pasan cosas simples pero esenciales: un café al sol, una charla al atardecer, una siesta, un rato escribiendo con los pies descalzos, una bebida fresca mientras se encienden las primeras estrellas. A veces no hago nada, solo me siento y dejo que el día me atraviese.
Y claro, vuelve también la temporada de barbacoas. Ese olor inconfundible a brasas, a risas, a charlas que se alargan más allá del plato. La terraza se llena de vida. Vienen amigos, tintinean los vasos, suena música desde alguna ventana. Pero todo sigue con ese ritmo lento, sin relojes ni apuros. Solo ganas de estar.
“Nada más bello que el instante que precede al atardecer, cuando el día suspira y la luz se vuelve oro.”
— Delphine de Vigan
También hay espacio para estar sola. Me gusta salir temprano, cuando todos duermen, con la taza en la mano a ver amanecer. El cielo cambia de color tan despacio que parece que supiera que no hay que apurarse. Y me siento afortunada por tener este lugarcito desde donde ver cómo arranca el mundo.
Otras veces, al final del día, me quedo a ver cómo el sol se va escondiendo. Hay algo que se reordena cuando ves atardecer. Es como si el día te dijera: “hiciste lo que pudiste, ahora suelta.” La luz baja, se vuelve dorada, después naranja, y finalmente azul profundo. Y yo ahí, en silencio, respirando hondo, agradeciendo.
Estar al aire libre no es solo cuestión de espacio. Es una forma de estar. De elegir salir, respirar, escuchar, no llenarse de ruido, no apurarse. La terraza me lo recuerda cada año: no hace falta ir muy lejos para sentirse libre. A veces alcanza con abrir una puerta.
Este año, como siempre, vuelvo a mi terraza con ganas. Con necesidad. Con esa certeza de que ahí está todo lo que necesito para recargarme: luz, aire, calma, vida simple. Es mi pedacito de naturaleza, mi refugio en las alturas, mi sala de estar sin paredes.
Y mientras organizo las plantas, sacudo los cojines y limpio los rastros del invierno, siento que también me estoy acomodando por dentro. Que esta estación no florece solo afuera, sino también adentro.
Volver a la terraza no es solo volver a un lugar. Es volver a mí.
Y así, sin hacer grandes planes, sin demasiadas palabras, abro la puerta, salgo, respiro…
Y empiezo, una vez más, a vivir al aire libre.
“La felicidad está hecha de pequeñas cosas: una pequeña casa, una pequeña fortuna, y una gran terraza.”
— Charles Schulz