Termino un curso por la mañana, intenso. Apenas cierro el ordenador, me pongo las zapatillas y salgo rápido, atraída por el reclamo de los primeros rayos de sol que se dejan ver en mucho tiempo. En pocos minutos, me alejo del bullicio de la y, con paso ágil, me adentro en. El viento me da de lleno en la cara, fresco, casi cortante, pero la tibieza del sol lo equilibra: una caricia luminosa sobre la piel.
"Era uno de esos días de marzo en que el sol brilla caliente y el viento sopla frío: cuando es verano en la luz, e invierno en la sombra." Charles Dickens en Grandes esperanzas
Tras un tramo por asfalto, me desvío campo a través. El sendero de tierra cruje bajo mis pasos, su sonido se mezcla con el susurro del viento entre los árboles. A lo lejos, un rebaño de vacas se despliega sobre la ladera, salpicando de manchas blancas y negras la hierba seca. El sol acaricia sus lomos y les da un brillo dorado, acentuando la ondulación de sus cuerpos al caminar.
Me detengo a observarlas. Hay algo hipnótico en su ritmo pausado, en la forma en que mastican con parsimonia, que me transporta a otro tiempo. Recuerdo aquellos días de infancia, cuando acompañaba a mi abuelo a la era a cuidar las vacas. El polvo se levantaba bajo nuestras botas, el aire olía a heno recién cortado y el sonido de los cencerros nos envolvía en una melodía monótona, serena, envolvente.
De pronto, un ternero capta mi atención. Es más pequeño que los demás, con las patas aún torpes y el andar inseguro. Se aferra al paso de su madre, trotando tras ella con una determinación tierna. Su hocico húmedo busca el refugio, el calor, la certeza. De vez en cuando, ella se vuelve y lo mira con esa paciencia infinita de quien ya ha recorrido muchas veces el mismo camino. Él no lo sabe aún, pero está aprendiendo a ser parte del rebaño, a seguir los senderos invisibles que otros ya dejaron en la tierra.
Ese ternero me recuerda a mí misma, hace años, aferrada a la figura firme de mi abuelo. Imitaba sus pasos, tratando de entender el mundo a través de su mirada. Recuerdo sus manos ásperas, curtidas por el sol y el trabajo, y la forma en que se apoyaba en su bastón mientras observaba las vacas con una mezcla de calma, sabiduría y orgullo. Para él, cada animal tenía una historia, un carácter. Me enseñaba a distinguirlas por sus manchas, a leer en su mirada si estaban tranquilas o inquietas.
Hoy, el aire huele igual que entonces: a campo, a tierra húmeda, a vida. Y aunque mi abuelo ya no está, su presencia sigue aquí, en este paisaje que apenas ha cambiado. Está en el ritmo pausado de las vacas, en el andar torpe del ternero, en la luz brillante de esta primavera incipiente que lo envuelve todo.
Me quedo un momento más, dejando que la nostalgia y la serenidad se entremezclen en el pecho, suaves, sin apuro. Luego, con el mismo paso tranquilo del rebaño, retomo mi camino, sabiendo que, de algún modo, siempre volveré a la era con mi abuelo, con todos aquellos que nos habitan desde el recuerdo.
Termino el paseo y regreso a casa para continuar con la jornada laboral, pero para mí, el día ya ha merecido la pena.
"Solo los pensamientos que se nos ocurren mientras caminamos tienen valor."
— Friedrich Nietzsche