30/04/2025
Esta Semana Santa me quedé en casa. Y, lejos de sentirlo como una renuncia o una obligación, lo viví como un regalo. Un espacio fuera del tiempo, casi como un domingo extendido con las manos abiertas. Días sin correr, sin producir, sin rendir cuentas. Días en los que el silencio no pesa; al contrario, sostiene.
Fueron unas pequeñas vacaciones en casa, de esas que llegan como un respiro después de un tiempo ajetreado.
Había un silencio particular en esos días. Un silencio que no era ausencia, sino un espacio abierto. Como una pausa que invitaba a escucharse por dentro. No era exactamente religioso, aunque tenía algo de sagrado. Las ciudades bajaban el ritmo, los autos parecían menos apurados, las calles respiraban. Y uno también.
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Había un silencio particular en esos días. Un silencio que no era ausencia, sino espacio abierto. Como una pausa que invitaba a escucharse por dentro. No era exactamente religioso, pero sí tenía algo de sagrado. Las ciudades bajaban el ritmo, los autos parecían menos apurados, las calles respiraban. Y una también.
Me despertaba sin despertador, con esa luz de abril que no entra de golpe, sino que se cuela suave entre las cortinas. Me quedaba un rato leyendo en la cama. El libro importaba menos que la sensación: sábanas tibias, el sonido de algún pájaro allá afuera, el primercafé enfriándose en la mesita porque una frase me atrapó.
En algún momento, sin apuro, me levantaba a desayunar. Pan tostado y crujiente con queso fresco y membrillo. Una combinación perfecta para un día especial. Comer sin mirar el reloj. Comer con el cuerpo presente, con los sentidos atentos. Escuchar cómo cruje el pan, sentir cómo el vapor del café roza los labios.
Más tarde, como siempre que puedo, abrí mi cuaderno y escribí mis páginas matutinas. Ese momento en el que dejo que la mano hable antes que la cabeza. Sin corregir, sin pensar demasiado. A veces salen cosas brillantes, otras veces apenas una lista mental. Pero siempre, siempre, me ordena por dentro. Es como quitarle el polvo al alma con palabras..
Cuando el sol se asomó, salí a caminar. El aire de abril tiene algo distinto: más liviano que en verano, más claro. No hace frío todavía, pero tampoco el calor empuja. Los árboles, como yo, están entre estaciones. Algunos aún verdes, otros empezando a mudar. Hay hojas en el suelo, pero aún no es otoño.
Me gusta caminar sin auriculares en estos días. Escuchar la ciudad cuando no tiene prisa: los pasos de otros caminantes, ladridos lejanos, el aleteo inesperado de una paloma. A veces me cruzo con gente que también va despacio, como si también estuvieran escuchando.
Volver a casa y cocinar es otro tipo de paseo. Esta vez entre verduras, especias, sabores. Me gusta preparar algo sencillo, pero con atención. Pelar, cortar, saltear, probar. La cocina tiene su propio ritmo, como si te susurrara: “todo está bien mientras estés aquí”.
Ese día cociné algo cálido, de esos platos que no gritan pero acompañan. Algo que invita a sentarse, a compartir, a comer con calma. Almorzamos sin pantallas, sin tele. Solo conversación, silencios cómodos, y el placer de comer algo hecho con tus propias manos.
Después vino la parte más deliciosa del día: la tarde sin deberes ni apuros. Puse una película propia de esta época, una que ya había visto pero que siempre reconforta: Los diez mandamientos. Como visitar a un viejo amigo. A veces eso es lo que se necesita: algo conocido, algo que abrace.
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Leí un poco también. Solo unas páginas de un libro que amo. De esos que no se devoran, se saborean. Después, me senté a escribir en mi bullet journal. No grandes planes ni listas infinitas. Palabras sueltas, ideas, algún dibujo torpe pero sincero.
Antes de que llegara la noche, me preparé un baño. No uno rápido, de rutina. Uno lento, con sales, aromas, y agua tibia que envuelve. Apagué las luces y dejé solo una vela encendida. Esa pequeña llama me recordó que no hace falta mucho para sentir paz.
Me quedé ahí un buen rato, sin hacer nada. Con los ojos cerrados. Dejando que el agua se llevara lo que ya no necesitaba. Fue como decirle al cuerpo: gracias por sostenerme, por estar, por ser casa.
No revisé redes, no respondí mensajes, no miré noticias. Y, sin embargo, sentí que el mundo estaba más presente que nunca. En el canto de los pájaros, en el crujido de las hojas, en el olor a comida, en el vapor del agua caliente, en las palabras que brotaron solas en mis páginas.
A veces confundimos el mundo con el ruido. Pero el mundo real, el que importa, el que nutre, está más cerca de lo que creemos. Está en nosotros cuando nos damos permiso para estar presentes.
No hice nada “productivo” ese día. Y, sin embargo, fue uno de esos días que se quedan en el cuerpo. No fue aburrido, aunque no tuvo grandes eventos. Fue un aburrimiento amable, fértil. De ese que deja espacio para que algo nuevo crezca. No hay descanso más verdadero que el que no busca justificarse.
Tal vez para otros no haya sido un día memorable. Pero para mí fue una forma de volver a mí. De reiniciar desde lo pequeño. Leer en la cama. Escribir sin propósito. Caminar sin destino. Comer con gusto. Bañarme como si fuera un rito. Escuchar el silencio como si fuera música.
Eso, en el fondo, también es Semana Santa. No importa si una cree o no. Hay algo en el calendario, en la historia, en la tradición, que nos invita a frenar. A mirar hacia adentro. A dejar que el alma respire.
Y eso hice. Respiré. Me traté con suavidad. Me escuché.
Y descubrí que, en el silencio, hay una forma callada y poderosa de volver a empezar.