7 de mayo- Con flores a María
07/05/2025
La primavera comenzó oficialmente el 21 de marzo, pero para mí el verdadero mes de las flores siempre ha sido mayo. En cuanto el calendario cruza esa frontera, en mi memoria resuena una frase que me acompaña desde la infancia: “Con flores a María”. No se trataba solo de una canción, sino de un ritual entrañable: recoger flores silvestres para ofrecerlas a la Virgen en el altar del colegio.
Esa frase, entonada al unísono por voces infantiles, tiene el poder de devolverme a aquellas tardes soleadas de mayo, cuando salíamos a recolectar flores silvestres. Para nosotras, niñas de faldas escocesas que dejaban al descubierto las rodillas raspadas y con las trenzas deshechas por el viento, aquello era mucho más que un rito escolar de fin de curso: era una pequeña aventura, un respiro de libertad antes de las clases de la tarde, una conexión íntima y secreta con la naturaleza que florecía a nuestro alrededor.
Caminábamos hasta los márgenes de la vía del tren, justo detrás del colegio, donde el abandono daba lugar a la vida. Entre los hierbajos que brotaban tras las lluvias, encontrábamos margaritas, amapolas, campanillas azules, dientes de león y botones de oro que brillaban con un amarillo solar. Nos convertíamos en exploradoras de lo efímero. Recogíamos los ramos con cuidado, aunque sabíamos que perderían su frescura nada más ser arrancados. Y, sin embargo, cada flor era un acto de amor, de juego y de fe. Era nuestro modo de romper la rutina y sentirnos parte del mundo floreciente.
Recuerdo bien esa mezcla de entusiasmo y ligera decepción: las flores, tan vivas en la tierra, perdían pronto su vigor al contacto con nuestras manos. No obstante, las colocábamos en el altar con ternura, creyendo que la Virgen, como una madre paciente, sabría ver su belleza incluso marchita.
En aquella infancia no lo sabíamos, pero estábamos reviviendo una de las formas más antiguas de comunicación simbólica: el lenguaje de las flores, el arte de transmitir sentimientos sin palabras a través de la naturaleza. Este sistema, conocido como floriografía, tuvo su auge en la Europa del siglo XIX, aunque sus raíces son mucho más antiguas, con influencias del mundo oriental, el Imperio Otomano y el simbolismo grecorromano.
En tiempos en que la expresión emocional estaba limitada —sobre todo para las mujeres—, las flores se convirtieron en un código secreto. Un ramo no era solo un adorno, sino un mensaje cifrado que decía más que mil palabras.
Este lenguaje llegó a Europa gracias a viajeros, diplomáticos y, especialmente, mujeres observadoras. Lady Mary Wortley Montagu, esposa del embajador británico en Constantinopla en el siglo XVIII, fue una de las primeras en introducir el sistema otomano del selam en Inglaterra. Este sistema permitía comunicar mensajes mediante objetos, colores… y flores.
Con el tiempo, ese código se adaptó a los gustos y simbolismos europeos. En la corte de Carlos II de Inglaterra, Catalina de Braganza usaba las flores decorativas de sus tazas de té para enviar mensajes secretos. Más tarde, en plena época victoriana (1837–1901), la floriografía alcanzó su máximo esplendor. Era un mundo donde cada flor, cada color, cada forma de entrega tenía un significado concreto.
Las damas de la alta sociedad llevaban consigo libros de floriografía —auténticos diccionarios de sentimientos—, y los usaban para interpretar los mensajes ocultos en ramos, coronas y adornos. Incluso los métodos de presentación contaban: si el ramo se entregaba con la flor mirando hacia abajo, significaba rechazo; si se sujetaba cerca del corazón, era aceptación; si se devolvía del revés, el mensaje se invertía por completo.
Las combinaciones eran casi infinitas, pero algunos significados se hicieron universales, y aún perduran hoy, incluso sin que lo sepamos conscientemente. He aquí una muestra del lenguaje secreto de las flores:
Rosa roja: Amor apasionado, deseo incontenible.
Rosa blanca: Inocencia, pureza, castidad. En bodas, simboliza una unión eterna.
Rosa amarilla: Celos, agonía, amor platónico o infidelidad.
Rosa azul: Misterio, lo inalcanzable.
Rosa negra: Luto, desesperanza, odio.
Violeta: Modestia, fidelidad.
Peonía: Alivio del dolor.
Rododendro: Peligro, advertencia.
Tulipán rojo: Amor eterno y verdadero.
Tulipán negro: Sufrimiento, amor imposible.
Jazmín blanco: Amistad sincera.
Magnolia: Nobleza de espíritu.
Margarita: Fidelidad, verdad sin doblez.
Azahar: Pureza, especialmente en el matrimonio.
Mirto: Amor verdadero y duradero.
Lavanda y jacinto azul: Constancia, lealtad.
Diente de león: Esperanza, deseo, fugacidad.
Este sistema no se limitaba a los galanteos: las flores también se usaban para dar las gracias, expresar duelo, advertir o pedir perdón. Oscar Wilde, siempre extravagante y provocador, lucía girasoles y claveles verdes como declaración estética y simbólica.
En la estricta moral victoriana, las flores eran una de las pocas cosas que una mujer podía recibir sin escándalo. Dulces y ramos eran las únicas muestras de afecto aceptables para una soltera. El resto debía ir codificado. Era, en cierto modo, una forma de resistencia: un lenguaje femenino en un mundo que las silenciaba.
Hoy, el eco de esa floriografía aún se escucha, especialmente en ramos de novia, en funerales o en tarjetas de San Valentín. Aunque el código ya no sea secreto, seguimos confiando en las flores para decir lo que a veces no nos atrevemos a pronunciar.
En la literatura, la pintura y hasta en los abanicos, este simbolismo floreció con fuerza. La escritora Espido Freire, por ejemplo, ha abordado el lenguaje de las flores en su libro La historia de la mujer en 100 objetos, aludiendo a cómo, a través de pequeños símbolos —entre ellos las flores—, las mujeres lograban comunicar deseos, límites y anhelos en una sociedad que muchas veces no las escuchaba
Mayo no es solo el mes de María ni de las flores silvestres. Es también el mes de múltiples celebraciones florales que, en distintas culturas y ciudades, expresan esa necesidad humana de celebrar la vida que brota.
En Madrid, la Fiesta de las Mayas, celebrada el primer domingo de mayo, es una de las tradiciones más simbólicas y entrañables. En barrios como Lavapiés, se instalan altares decorados con claveles, encajes y flores frescas, donde niñas ataviadas con mantones de Manila se sientan como "Mayas", encarnaciones de la primavera. Música tradicional, danzas populares, rosquillas y vino acompañan este festejo ancestral, que ha sido reconocido recientemente como Bien de Interés Cultural.
Más al noreste, en Girona, el festival Temps de Flors convierte su casco histórico en una galería vegetal al aire libre. Escaleras, patios y museos se visten de flores, arte contemporáneo y diseño floral en una explosión de color que celebra la belleza viva.
En Córdoba, el Festival de los Patios abre las puertas de las casas a los visitantes. Cada patio compite por ser el más hermoso, con macetas colgantes, jazmines, buganvillas y geranios. Es una fiesta de hospitalidad, estética y devoción que la UNESCO ha declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Una de las celebraciones florales más curiosas del calendario europeo fue, sin duda, la Batalla de las Flores de París durante la Belle Époque. A pesar de su nombre, no era una contienda, sino una fiesta refinada que se celebraba en los Campos Elíseos, donde carrozas adornadas con flores desfilaban mientras los asistentes —la mayoría de la alta sociedad— se lanzaban pétalos en un juego galante. Era un carnaval elegante que reflejaba el esplendor y la ligereza de una época que veneraba el arte, la belleza y el refinamiento social.
Aunque las costumbres cambian, hay algo en mayo que se mantiene intacto: la necesidad de regalar flores, de mirar a la naturaleza como espejo y promesa. Quizá por eso, cuando camino por el campo o por el mercado y veo ramos envueltos en papel kraft, no puedo evitar preguntarme qué mensaje llevarían en tiempos antiguos.
Una margarita en primavera sigue siendo un "sí". Un ramo de rosas blancas, una declaración de pureza. Unas violetas en un sobre, la nostalgia por alguien que ya no está.
Cada flor, cada tallo, cada pétalo parece tener un alma. Una voz que no se oye, pero que se siente. Y quizás por eso vuelvo, año tras año, a revivir mi infancia en los bordes del camino, en busca de flores silvestres. No por devoción solamente, sino porque en ese gesto sencillo —coger una flor, ofrecerla, entenderla— hay algo de todo lo que somos: seres que buscan belleza, significado y conexión.
En Salamanca, mi tierra, mayo también es sinónimo de un estallido silvestre: amapolas, malvas, dientes de león, gamones, jaramagos. Flores modestas, pero rebosantes de fuerza y color, como los recuerdos que brotan cuando uno vuelve la mirada atrás.
Las flores no solo adornan. También recuerdan, consuelan, celebran. Y en mayo, su lenguaje se vuelve más claro, más necesario. Hoy, mientras camino por calles llenas de polen y luz, siento que llevo conmigo no solo las flores, sino todos sus significados: la pureza de una margarita, la fidelidad de una violeta, la esperanza efímera de un diente de león flotando al viento.
Y en algún rincón de mi pecho, esa niña que fui aún canta, feliz y un poco tímida:
“Con flores a María”.